3: LOS LIBROS PROFÉTICOS


1. LOS LIBROS PROFÉTICOS

La Biblia hebrea incluye en este bloque los libros de Isaías, Jeremías, Ezequiel y los Doce (Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahún, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías, Malaquías). La traducción griega de los Setenta (LXX) realiza algunos cambios en el orden dentro de los Doce y los sitúa delante de Isaías. Por otra parte, después de Jeremías introduce a Baruc, Lamentaciones y la Carta de Jeremías (= cap. 6 de Baruc en muchas ediciones actuales). Estos añadidos resultan comprensibles: Baruc fue secretario de Jeremías; las Lamentaciones las atribuyen los LXX a este gran profeta. No es raro que ambas obras fuesen situadas después de su libro. En realidad, el libro de Baruc no lo escribió el discípulo de Jeremías, y las Lamentaciones no son suyas. Pero estos detalles no se conocían en siglos pasados. Nuestras ediciones acostumbran incluir también entre los libros proféticos a Daniel, aunque los judíos lo colocan entre los “otros escritos” (Ketubîm). La decisión actual parece acertada, ya que Daniel es, al menos en parte, el representante más genuino de la literatura apocalíptica, hija espiritual de la profecía. El principal problema que plantean estos libros es el de su formación. La cuestión es tan compleja que podríamos dedicar muchas páginas a un solo libro. Para mayor claridad, comenzaré ofreciendo una sencilla síntesis de los diversos pasos. Luego, algunos datos más detallados sobre ciertos libros.

2. LA FORMACIÓN DE LOS LIBROS PROFÉTICOS

Nosotros estamos acostumbrados a atribuir una obra literaria a un solo autor, sobre todo si al principio nos da su nombre, como ocurre en los libros proféticos. Pero, en este caso, no es cierto que todo el libro proceda de la misma persona. Podemos comenzar recordando el ejemplo más sencillo: Abdías. Este profeta no escribió un libro ni un folleto; una sola página con veinte versos resume toda su predicación. Sería normal atribuirle estas pocas líneas sin excepción. No obstante, los comentaristas coinciden en que los versos 19-20, escritos en prosa, fueron añadidos posteriormente; el estilo y la temática los diferencian de lo anterior. ¿Quién insertó estas palabras? No lo sabemos. Quizá un lector que vivió varios siglos después de Abdías. Si el mensaje más breve de toda la Biblia plantea problemas insolubles, los 66 capítulos de Isaías, 52 de Jeremías, o 48 de Ezequiel son capaces de desesperar al más paciente. Hay que renunciar por principio a comprenderlo todo. Limitándonos a ideas generales, y simplificando mucho, podemos indicar las siguientes etapas en la formación de los libros proféticos.

2.1. La palabra original del profeta
Normalmente, lo primero sería la palabra hablada, pronunciada directamente ante el público, a la que seguiría su consignación por escrito. A veces, entre la proclamación del mensaje y su redacción pudieron transcurrir incluso varios años, como indica el c. 36 de Jeremías, el más sugerente sobre los primeros pasos en la formación de un libro profético. Tras situarnos en el año 605 a.C. (“el año cuarto de Joaquín, hijo de Josías, rey de Judá”), nos dice que el profeta recibió la siguiente orden del Señor:

“Toma un rollo y escribe en él todas las palabras que te he dicho sobre Judá y Jerusalén y sobre todas las naciones, desde el día en que comencé a hablarte, siendo rey Josías, hasta hoy. (...) Entonces Jeremías llamó a Baruc, hijo de Nerías, para que escribiese en el rollo, al dictado de Jeremías, todas las palabras que el Señor le había dicho” (36,1-4).

A un hombre moderno puede extrañarle que se deje pasar tanto tiempo entre la predicación y la redacción. Si Jeremías recibió su vocación en el año 627, como parece lo más probable, resulta curioso que sólo reciba orden de escribir el contenido esencial de su mensaje veintidós años más tarde. Pero la mentalidad de la época era distinta. Recordemos que, siglos más tarde, Jesús no dejará una sola palabra escrita. Volviendo a Jeremías, el volumen redactado corre un destino fatal. Tras ser leído en presencia de todo el pueblo, luego ante los dignatarios, termina tirado al fuego por el rey Joaquín. Dios no se da por vencido y ordena al profeta: “Toma otro rollo y escribe en él todas las palabras que había en el primer rollo, quemado por Joaquín” (v.28). El capítulo termina con este interesante dato:

“Jeremías tomó otro rollo y se lo entregó a Baruc, hijo de Nerías, el escribano, para que escribiese en él, a su dictado, todas las palabras del libro quemado por Joaquín, rey de Judá. Y se añadieron otras muchas palabras semejantes” (v.32).

Entre el primer volumen y el segundo existe ya una diferencia. El segundo es más extenso. Contiene el núcleo básico del futuro libro de Jeremías. Los comentaristas han hecho numerosos intentos para saber cuáles de los capítulos actuales se encontraban en aquel volumen primitivo. No existe acuerdo entre ellos, y carece de sentido perderse en hipótesis. Lo importante es advertir que el libro de Jeremías se remonta a una actividad personal del profeta. Algo parecido debió de ocurrir con Isaías, Amós, Oseas, etc. Es probable que la palabra hablada diese lugar a una serie de hojas sueltas, que más tarde se agrupaban formando pequeñas colecciones: el ciclo de las visiones de Amós en su forma primitiva, el “Memorial sobre la guerra siroefraimita” (Is 6,1-8,14), el “Librito de la consolación” (Jer 30-31), los oráculos “A la Casa real de Judá” (Jer 21,11-23,6), “A los falsos profetas” (Jer 23,9-32), “Sobre la sequía” (Jer 14), etc. Hasta ahora nos hemos fijado en la palabra profética que fue consignada por escrito después de ser pronunciada oralmente. No podemos olvidar que en ciertos casos el proceso es inverso: primero se escribe el texto, luego se proclama. En este apartado adquieren especial relieve los relatos de vocación (Jer 1,4-10; Ez 1-3), las llamadas “Confesiones” de Jeremías, los relatos de acciones simbólicas no realizadas, ciertos relatos de visiones. Incluso podemos admitir que algunos profetas más que predicadores fueron escritores. Este caso se ha presentado con especial agudeza a propósito de los capítulos 40-55 de Isaías (“Deuteroisaías”); muchos comentaristas creen que su autor fue un gran poeta que redactó su obra por escrito, comunicándola oralmente sólo en un segundo momento. También el gran ciclo de las visiones de Zacarías parece más obra literaria que redacción posterior de una palabra hablada.

2.2. La obra de los discípulos y seguidores

Con lo anterior no quedaron terminados, ni de lejos, los actuales libros. Les faltaba mucho camino por recorrer. El siguiente paso lo dará un grupo muy complejo que, a falta de mejor término, califico de discípulos y seguidores. Utilizo una expresión bastante ambigua para no inducir a error al lector. Nosotros estamos acostumbrados a una relación muy directa entre el maestro y el discípulo. Decimos, por ejemplo, que Julián Marías fue discípulo de Ortega y Gasset. Pero nadie diría que García Morente fue discípulo de Kant, por mucho que estimase y conociese la obra de este filósofo. En nuestra mentalidad, para que alguien sea discípulo es preciso que haya existido un contacto físico, directo, unos años de compañía y aprendizaje. Esta relación directa entre maestro y discípulos se dio quizá en algunos profetas. Pero, en la redacción de los libros, intervendrá no sólo este tipo de discípulos, sino también personas muy alejadas temporalmente del profeta, aunque dentro de su esfera espiritual. Como si Unamuno hubiese podido refundir y completar la obra de Kierkegaard. Un ejemplo que puede parecer absurdo, pero que ilumina nuestro caso. Discípulos y seguidores contribuyeron especialmente en tres direcciones:

2.2.1. Redacción de textos biográficos sobre el maestro.

Tenemos un ejemplo notable en el relato del enfrentamiento de Amós con el sumo sacerdote de Betel, Amasías (Am 7,10-17); el relato no fue escrito por el profeta, ya que se habla de él en tercera persona. Pero el caso más importante y extenso es el de los capítulos 34-45 de Jeremías, procedan o no de su secretario Baruc.

2.2.2. Reelaboración de antiguos oráculos.

Puede tener lugar en épocas muy distintas, incluso a siglos de distancia del profeta A veces basta un pequeño añadido final para que un antiguo oráculo de condena adquiera un matiz de esperanza y consuelo. Un ejemplo iluminará este procedimiento. Hacia el año 725 a.C., el Reino Norte (Israel) decidió rebelarse contra Asiria. Para Isaías se trata de una locura que costará cara al pueblo. Así lo indica en 28,1-4. La capital del norte, Samaria, es presentada por el profeta como una “corona fastuosa”, una “flor”, “joya del atavío” de los israelitas. Pero las autoridades, insensatas, “hartos de vino”, la están llevando a la ruina. Aunque el texto no habla expresamente de rebeliones ni revueltas, da a entender que el emperador asirio (“un fuerte y robusto”) pondrá término al esplendor de la ciudad: “Con la mano derriba al suelo y con los pies pisotea la corona fastuosa de los ebrios de Efraín”. Así ocurrió. El año 725 fue asediada Samaria, conquistada el 722, deportada el 720. Con ello se ha cumplido la palabra profética. Pero ésta no era la última palabra de Dios, porque El sigue fiel a su pueblo. Y un discípulo añade más tarde los versos 5-6, recogiendo las metáforas de la corona y la joya, aunque dándoles un sentido nuevo.

“Aquel dia será el Señor de los ejércitos corona enjoyada, diadema espléndida para el resto de su pueblo: sentido de justicia para los que se sientan a juzgar, valor para los que rechazan el asalto a las puertas”.

Ahora se dirige a los israelitas del norte una palabra de consuelo. El texto ya no habla de “hartos de vino”, sino de hombres responsables, capaces de juzgar y defender a su pueblo. Y su timbre de gloria no es una ciudad, sino el mismo Señor, “corona enjoyada, diadema espléndida”. En el caso que acabamos de citar, la reelaboración no afecta directamente al texto primitivo. Lo respeta en su literalidad, aunque el añadido modifique o complete su sentido. Lo mismo ocurre en otro ejemplo, el magnífico poema de Is 14,4b-21 sobre la derrota del tirano. Algunos piensan que esta terrible sátira fue escrita contra un rey asirio. Más tarde, cuando este imperio desapareció de la historia, un “discípulo” consideró conveniente actualizar su sentido aplicándolo a los reyes babilonios. Para ello, antes y después del poema sitúa unos versos que aluden claramente a esta nueva potencia (14,3-4a y 14,22-23). Otras veces, la reelaboración se produce introduciendo unas pocas palabras en el texto anterior. Puede tratarse de simples aclaraciones, que orientan al lector. Por ejemplo, en Is 7,7 dice el profeta que Dios hará subir contra Judá “las aguas del Eufrates, torrenciales e impetuosas”. La metáfora era clara para sus contemporáneos. No así siglos más tarde, y un glosador añadió: “El rey de Asiria con todo su ejército”. Así queda claro el sentido de la crecida amenazadora del río Eufrates: no se trata de una catástrofe natural (imposible por otra parte: a los andaluces no puede afectarles una crecida del Ródano), sino de una invasión militar. En otras ocasiones, estos añadidos que se insertan en el texto primitivo tienen una intención más profunda. Citaré como ejemplo el discutido caso de Is 7,15. El profeta, hablando con el rey Acaz, le da el famoso signo del nacimiento del Emmanuel:

14 “Mirad, la joven está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Dios-con-nosotros. 15 Comerá requesón con miel, hasta que aprenda a rechazar el mal y a escoger el bien. 16 Porque antes que aprenda el niño a rechazar el mal y escoger el bien, quedará abandonada la tierra de los dos reyes que te hacen temer” (Is 7,14-16).

Prescindiendo de algunos complejos problemas de traducción en la última frase, hay algo que llama la atención en este texto. Los temas que desarrolla son los siguientes: nacimiento e imposición del nombre (v.14), dieta del niño (v.15), explicación del nombre (v.16). Parece claro que las frases relativas a la dieta del niño (v.15) interrumpe la secuencia lógica y fueron añadidas más tarde. Al menos, así piensan muchos comentaristas. Cuando nos encontramos ante un caso como éste no basta detectar el añadido, es preciso descubrir su sentido. En este ejemplo concreto, parece que pretende subrayar las características portentosas del niño, ya que se alimentará con una dieta paradisíaca. Rastrear las numerosas reelaboraciones del texto es una tarea interminable, que se presta por desgracia a mucho subjetivismo. Es fácil atribuir a un autor posterior lo que en realidad procede del primer profeta.

2.2.3. Creación de nuevos oráculos

Esta tarea fue mucho más frecuente de lo que cabría imaginar. Esta idea era impensable hasta hace pocos años para los católicos. Si al comienzo del libro de Isaías se dice “Visión de Isaías, hijo de Amós, acerca de Judá y de Jerusalén...” (Is 1,1), la consecuencia lógica para nuestros antepasados era que todo el libro, desde el c.1 hasta el 66, procedían del profeta Isaías. Quien lo negase, negaba la verdad de la palabra de Dios. Hoy día vemos las cosas de otra manera. La palabra de Dios es una realidad dinámica, y resulta secundario que todos los textos procedan del profeta Isaías o sólo algunos capítulos. Una obra es importante en sí misma, prescindiendo de quién la haya escrito. Esta labor de creación de nuevos oráculos fue amplia y duradera, extendiéndose hasta poco antes de la redacción definitiva de los libros. Y, como es lógico, muchas veces no tenían relación con el mensaje del profeta al que terminaron siendo atribuidas. Entraban en juego nuevas preocupaciones y problemas, nuevos puntos de vista teológico. Para muchos comentaristas, épocas de especial creatividad fueron el reinado de Josías, la etapa del exilio y los siglos postexílicos. En definitiva, nunca cesaron de aparecer nuevos oráculos que se añadían a los bloques ya existentes.

2.3. La agrupación de colecciones

Junto con las tres tareas anteriores, este grupo se dedica también a coleccionar y ensamblar los oráculos primitivos y los que se han ido añadiendo. Ya vimos que las “colecciones” tienen su origen más probable en los mismos profetas. Se admite generalmente en los casos de Amós, Oseas, Isaías, Jeremías, aunque a veces fuesen muy reducidas. Pero habían crecido mucho en los años siguientes, y el material podía producir a veces una sensación caótica. ¿Cómo agruparlo y ordenarlo? El criterio cronológico no les preocupó demasiado. Es cierto que los primeros capítulos de Isaías (1-5) parecen contener el mensaje de su primera época, y 28-33 el de sus últimos años. Algo parecido podríamos decir de Ez 1-24 (primera etapa del profeta) y 33-48 (segunda). Sin embargo, la excepciones son tantas que más bien debemos rechazar el criterio cronológico. Parece que el orden pretendido por los redactores fue más bien temático y, dentro de éste, una división de acuerdo con el auditorio o los destinatarios. En líneas generales, el resultado fue:

― oráculos de condena dirigidos contra el propio pueblo; ― oráculos de condena dirigidos contra países extranjeros; ― oráculos de salvación para el propio pueblo; ― sección narrativa.

Pero no conviene absolutizar el esquema. Las excepciones superan con mucho a la regla. El libro que mejor se adapta a la estructura propuesta es el de Ezequiel. Bastante el de Jeremías en el orden de los LXX, que es distinto del de la Biblia hebrea. El caso de Isaías y el de otros escritos es más complejo, aunque las ideas anteriores resultan útiles en muchos momentos para comprender su formación. Lo que no conviene olvidar es la importancia capital de los redactores. Su labor no fue mecánica, de simple recogida y acumulación de textos. En algunos casos llevaron a cabo una auténtica labor de filigrana, engarzando los poemas con hilos casi invisibles, que reaparecen a lo largo de toda la obra. Analizar el libro de Isaías desde este punto de vista, como una ópera gigantesca con diversos temas que se entrecruzan y repiten, es un tarea apasionante.

2.4. Los añadidos posteriores

Incluso después de las etapas que hemos reseñado, los libros proféticos siguieron abiertos a retoques, añadidos e inserciones. Tomando como ejemplo el de Isaías, es posible que después de estar estructurado su bloque inicial se añadiesen los cc. 40-66. Para algunos, incluso, lo último en formar parte del libro fue la “Escatología” (cc. 24-27). Este proceso se repite en el libro de Zacarías, donde distinguimos entre “Protozacarías” (cc.1-8) y “Deuterozacarías” (cc.9-14), sin excluir que este último bloque sea obra de distintos autores. Pero podemos asegurar que hacia el año 200 a.C. los libros proféticos estaban ya redactados en la forma en que los poseemos actualmente. Así se deduce de la cita que hace de ellos el Eclesiástico y de las copias encontradas en Qumrán.