1: LA COMPLEJA IMAGEN DEL PROFETA


Por raro que parezca, no resulta fácil definir o describir qué es un profeta. Y la dificultad procede de las mismas tradiciones bíblicas y de los datos que ofrecen los libros proféticos. Porque éstos revelan que no se trata de personajes cortados por un mismo patrón, uniformes en todos los aspectos de su personalidad, su actividad o su mensaje.

1. Diferencias entre los profetas
Llamamos profetas a Isaías, Jeremías, Eliseo, Abdías, Gad... Pero existen notables diferencias entre ellos. Y, aunque no bastan para negar los vínculos que los unen, es conveniente tenerlas presente para captar lo complejo de la tarea. Dichas diferencias se advierten, sobre todo:

a) En el tiempo que dedican a la actividad profética.
La de Isaías duró muy probablemente unos cuarenta años, y aunque en algunos momentos ignoramos por completo lo que hizo, podemos decir que durante toda su vida ejerció el “oficio” de profeta. Algo parecido ocurre con Jeremías o Ezequiel. Abdías representa el polo opuesto. Sólo se le atribuyen 21 versos (y los tres últimos probablemente no son suyos). Para componer y proclamar este breve mensaje bastan unas horas.
b) En el modo de entrar en contacto con Dios.
Mucha gente imagina que el profeta establece esta relación de forma íntima, como sugieren algunos pasajes de Jeremías, o mediante una manifestación sobrecogedora de la divinidad, como ocurre en el capítulos 6 de Isaías. “Visiones” y “audiciones” son los términos más frecuentes utilizados por los profetas para referirse a los cauces por los que se les comunica el Señor. Pero existe otro medio muy distinto, al menos en tiempos antiguos: el trance, provocado por la música y la danza (1 Sam 10,10; 19,23-24). Nuestra sensibilidad acepta fácilmente que el Espíritu Santo venga sobre Zacarías y profetice entonando el “Benedictus”. Pero nos desconcierta que el mismo espíritu de Dios invada a Saúl y se ponga a danzar (1 Sam 10,10), llegando incluso a quitarse la ropa y quedar tirado por tierra, desnudo (1 Sam 19,23-24).
c) En el modo de transmitir el mensaje.
El medio más usual es la palabra moldeada en los más diversos géneros de la sabiduría tribal y familiar, del culto, del ámbito judicial, de la vida diaria. En ciertas épocas adquieren gran importancia las acciones simbólicas, que hacen que el mensaje se meta por los ojos. Pero lo más sorprendente es que algunos profetas se expresan con tremenda sobriedad, sin concesiones al auditorio ni a ellos mismos, mientras otros parecen actores de teatro, ensimismados en su papel, que usan los gestos más desconcertantes. Ezequiel, prototipo de esta forma de actuar, bate palmas y bailotea al mismo tiempo que habla (ver 6,11), recordando el trance de los antiguos grupos proféticos.
d) En la función que desempeñan en la sociedad.
Los estudios más recientes sobre el profetismo se han centrado en el aspecto sociológico de este movimiento, distinguiendo dos tipos principales: el profetismo central y el periférico. Esta distinción, sobre la que volveremos dentro de poco, tiene su fundamento en la tradición bíblica y es muy importante para captar las diferencias existentes entre los profetas. Nosotros aplicamos un solo término, “profeta” (de origen griego), a lo que los antiguos israelitas designaban con varios títulos: “hombre de Dios”, “vidente”, “visionario”, “profeta”. Esta diferencia terminológica revela algo más serio de lo que puede parecer a primera vista: diferentes concepciones del profetismo, según el papel que desempeñen los protagonistas dentro de la sociedad.
2. Diversas imágenes del profeta
Estas diferencias innegables no hacen saltar por los aires la unidad del movimiento profético. Pero sí tira por tierra una concepción monolítica, que no tiene en cuenta los matices. Y así se explica que, a lo largo de la historia de la investigación, se hayan propuesto distintas imágenes del profeta que, sin ser falsas, provocan una visión limitada y unilateral cuando pretenden presentarse como exclusivas. Esas imágenes serían la del adivino, el anunciador del Mesías, el solitario, el reformador social, el funcionario. Unas palabras sobre ellos.
1) Para la mayoría de la gente, el profeta es un hombre que “predice” el futuro, una especie de adivino. Esta concepción tan difundida tiene dos fundamentos: uno erróneo, de tipo etimológico; otro, parcialmente justificado, de carácter histórico. Prescindo del primero para no cansar con cuestiones filológicas[1]. En cuanto al segundo, no cabe duda de que ciertos relatos bíblicos presentan al profeta como un hombre capacitado para conocer cosas ocultas y adivinar el futuro: Samuel puede encontrar las asnas que se le han perdido al padre de Saúl (1 Sam 9,6-7.20); Ajías, ya ciego, sabe que la mujer que acude a visitarlo disfrazada es la esposa del rey Jeroboán, y predice el futuro de su hijo enfermo (1 Re 14,1-6); Elías presiente la pronta muerte de Ocozías (2 Re 1,16-17); Eliseo sabe que su criado, Guejazí, ha aceptado ocultamente dinero del ministro sirio Naamán (2 Re 5,20-27), sabe dónde está el campamento arameo (2 Re 6,8s), etc.
Incluso en tiempos del Nuevo Testamento seguía en vigor esta idea, como lo demuestra el diálogo entre Jesús y la samaritana. Cuando le dice que ha tenido cinco maridos, y que el actual no es el suyo, la mujer reacciona espontáneamente: “Señor, veo que eres un profeta”. Y en la novela de “José y Asenet”, escrita probablemente en el siglo I, se dice: “Leví advirtió el propósito de Simeón, pues era profeta y veía con anterioridad todo lo que iba a suceder” (23,8).
Esta mentalidad se encuentra también difundida en ambientes cultos. El autor del Eclesiástico escribe a propósito de Isaías: “Con espíritu poderoso previó el futuro y consoló a los afligidos de Sión; anunció el futuro hasta el final y los secretos antes de que sucediesen” (48,24-25). Y el gran historiador judío del siglo I, Flavio Josefo, al hablar de Juan Hircano dice que poseyó las tres cosas que hacen más felices: la realeza, el sacerdocio y la profecía. Este último don lo explica del modo siguiente: “En efecto, la divinidad tenía tanta familiaridad con él que no ignoraba ninguna de las cosas futuras; incluso previó y profetizó que sus dos hijos mayores no permanecerían al frente del gobierno”[2].
Se trata, pues, de una concepción muy divulgada, con cierto fundamento, pero que debemos superar[3]. Los ejemplos citados de Samuel, Ajías, Elías, Eliseo, se remontan a la primera época del profetismo israelí, anterior al siglo VIII a.C. Leyendo los libros de Amós, Isaías, Oseas, Jeremías, advertimos que el profeta habla con frecuencia del futuro, del castigo que se avecina o la salvación que terminará triunfando. Pero las referencias al futuro brotan de un contacto íntimo con el presente, como respuesta a los problemas e inquietudes que éste plantea. Por otra parte, aunque concediésemos una importancia preponderante a la idea del futuro en los profetas, esto no tiene nada que ver con la concepción de los mismos como adivinos.
2) En orden cronológico, la imagen del adivino cedió el puesto a la del profeta como anunciador del Mesías. En el fondo, es una versión actualizada de la idea anterior. El profeta sigue volcado hacia el futuro, pero sólo una cosas acapara su atención: la venida de Jesús y la formación del nuevo pueblo de Dios. Es la imagen propuesta por san Jerónimo para Isaías, que la mayoría de los cristianos considera válida para todos los profetas. No debe extrañarnos, porque el evangelista Mateo, por ejemplo, ve cumplidas ya en la misma infancia de Jesús cuatro profecías (Is 7,17; Miq 5,1; Os 11,1; Jer 31,15), remontando a los profetas incluso el sobrenombre de Jesús: “Así se cumplió lo que dijeron los profetas, que se llamaría Nazareno” (Mt 2,23). También la aparición de Juan Bautista cumple un antiguo anuncio de Isaías, igual que la manifestación de Jesús en Galilea (Mt 4,15-16). En Lucas, los profetas ayudan a explicar el misterioso designio de Dios que se manifiesta en la muerte y resurrección de Jesús (Lc 24,17; Hech 8,26-35). Y la venida del Espíritu en Pentecostés supone el cumplimiento de lo anunciado por Joel (Hech 2,17-21). Sin embargo, por profunda y justificada que aparezca esta imagen, es tan limitada o más que la anterior. La mayoría de los profetas no anunciaron nada sobre el Mesías. Sus libros contienen más palabras sobre Moab, un pequeño pueblo desaparecido hace siglos, que sobre el salvador de los últimos tiempos.
3) La imagen anterior se mantuvo en vigor durante siglos, y no ha desaparecido por completo. Pero en el siglo XIX surge una distinta, romántica como la época, que presenta al profeta como un solitario. Una vez más, no faltan argumentos. Jeremías, en coloquio con Dios, dice de sí mismo que “no me senté a disfrutar con los que se divertían, forzado por tu mano me senté solitario” (15,17). Y lo que en este caso puede parecer retórica se hace trágica realidad en Elías, que ya desde el principio aparece escondido junto al torrente Carit (1 Re 17,3), y al que arrebataba el espíritu en los momentos más inesperados (1 Re 18,12). Pocas veces habrá existido un profeta con auditorio tan numeroso y cualificado como Elías en el monte Carmelo: el rey, cuatrocientos cincuenta profetas de Baal y el pueblo (1 Re 18). Sin embargo, es un momento de soledad suprema frente a todos, que alcanza su punto culminante en la huída posterior al Horeb, cuando por dos veces le dice al Señor: “Sólo quedo yo, y me buscan para matarme” (1 Re 19,10.14)[4].
Lo esencial en esta concepción romántica no es, naturalmente, la soledad física, por sugestiva que resulte, sino esa vivencia espiritual que sitúa al profeta muy por encima de sus contemporáneos, aportando una nueva idea de Dios y de la religión. En una cultura como la del siglo XIX, marcada en gran parte por la dialéctica hegeliana y el evolucionismo darwiniano, no es raro que el profeta aparezca como el punto culminante de la evolución religiosa de la humanidad, alcanzando una meta tan alta que le separa radicalmente de todos y los aísla en su misma grandeza. Desde que se divulgó esta imagen del profeta, la situación ha cambiado mucho. Nadie se atrevería hoy a hablar de él como de un solitario que descubre en lo íntimo de su corazón la idea más sublime de Dios y del bien. Hoy el profeta aparece enraizado en una tradición, hijo de una cultura y de una época, marcado, para bien y para mal, por el lenguaje, los gustos, las instituciones, del momento en que vive. Sin duda, muchos de ellos fueron geniales, y es imposible sobrevalorar su aportación a la historia religiosa de la humanidad. También es cierto que determinados momentos de su vida debieron vivirlos en profundo aislamiento, a solas con Dios, como revela el trágico oráculo del Valle de la Visión (Is 22,1-14), o podemos suponer de los meses de Jeremías en la cárcel. Pero la imagen del profeta como un solitario hace demasiadas concesiones a los gustos e ideas de una época para que podamos considerarla válida.
4) El reformador social. Muy relacionada con la imagen anterior es esta otra, que surge también en el siglo XIX y que ha adquirido enorme difusión en nuestros días, incluso con el matiz concreto de “revolucionario social”. Y es fácil comprender su difusión. Ya las tradiciones más antiguas presentan a Natán enfrentándose a David, con motivo del asesinato de Urías y el adulterio con Betsabé (2 Sam 12). También Elías se enfrenta al rey Ajab por apoderarse de la viña del asesinado Nabot (1 Re 21). Y esta lucha por la justicia, sin miedo a oponerse a los más poderosos, es el principio motor de profetas como Amós, Miqueas, Isaías, Oseas, Jeremías y Ezequiel, cada uno desde perspectivas y presupuestos distintos.
Consciente o inconscientemente, en esta valoración del profeta como “reformador” o “revolucionario” social late el deseo de muchos cristianos de justificar determinadas opciones políticas e incluso de atacar la institución eclesiástica, que, tanto dentro de las iglesias protestantes como de la católica, les resulta carente de espíritu crítico y, sobre todo, de esa valentía evangélica y de esa opción radical por los más pobres que debería caracterizarlas.
En estas circunstancias, lo que llama la atención del profeta no son sus anuncios futuros, ni tampoco (incluso menos) su carácter de hombre solitario. El profeta es un gigante admirable, pero no por retirarse a una soledad que le pone en contacto con las ideas más sublimes, sino porque se compromete de lleno con la sociedad de su tiempo y lucha por cambiarla.
Dadas las implicaciones actuales y políticas de esta imagen no debe extrañarnos que haya sido combatida con la misma energía con que otros la defienden. En autores protestantes de corte más pietista se ha producido una auténtica rebelión contra ella. Lo mismo podríamos decir de ciertos sectores católicos. Conviene indicar desde ahora que esta imagen del profeta corre dos peligros: olvidar o silenciar la profunda experiencia religiosa de estos hombres, convirtiéndolos en meros líderes sociales o políticos; y, en segundo lugar, dar pie a contrapropuestas muy peligrosas. No creo que ninguno de los defensores de esta imagen desee que se produzca en nuestro tiempo lo que, según la tradición bíblica, llevó a cabo el profeta Eliseo: la subida al trono de Jehú, tan absurda y cruel como la subida al poder de Pinochet.
5) El funcionario. Si el siglo XIX es la época del romanticismo, el XX lo es de la burocracia. Quizá por ello se ha propuesto ahora una imagen muy distinta de las anteriores, que ancla al profeta en el culto y lo convierte en funcionario del mismo. La idea se difunde especialmente a partir del estudio de Mowinckel sobre los Salmos. Este autor noruego advierte que ciertos salmos no sólo contienen las palabras del individuo o del pueblo que acude al templo para rezar. En un momento determinado escuchamos un oráculo divino, la respuesta del Señor que da seguridad y esperanza. Este elemento profético no puede explicarse como simple imitación literaria, responde a una finalidad cúltica: la comunidad, o el individuo, hace una pregunta y espera que la persona dotada del don profético le transmita la respuesta divina. Por consiguiente, la liturgia israelita reservaba un puesto capital a los profetas.
Ciertos datos de la tradición bíblica sugieren que la actitud de los profetas ante el culto no es de pura y radical oposición, como muchas veces se ha dicho. Isaías tiene la visión de su vocación (o de su misión durante la guerra siro‑efraimita) en el templo de Jerusalén. Jeremías interviene en determinadas celebraciones litúrgicas, por ejemplo en un día de ayuno con motivo de la sequía (Jer 14), aunque sus palabras no sean las que cabría esperar de un “profeta cultual”. Ezequiel aparece profundamente interesado por el templo, sufre al verlo profanado por toda clase de injusticias e idolatrías, y le concede un puesto capital en su esbozo de la salvación definitiva. En la misma línea, Ageo y Zacarías conceden gran importancia a su reconstrucción. La vinculación de un profeta al culto aparece de forma clarísima en Joel. Y Malaquías reacciona indignado ante el desinterés por los sacrificios.
Los defensores más sensatos de esta teoría reconocen que no se puede vincular de igual modo a todos los profetas con el culto, y distinguen entre los profetas cúlticos y los profeta escritores. Sólo Joel y Habacuc pertenecerían al primer grupo. Pero otros autores convierten a todos los profetas en funcionarios del templo, con la única misión de impartir oráculos en estado de éxtasis.
Esta imagen del profeta tiene la ventaja de enfocar sus relaciones con el culto de forma más objetiva que como se venía haciendo. Pero sólo podemos aceptarla en sus versiones más moderadas si no queremos deformar por completo los datos de la tradición.
En la exposición anterior he evitado intencionadamente citar nombres porque es tan suscinta y esquemática que no reproduce con exactitud la opinión de ningún autor. Por otra parte, tomadas en sí mismas, aisladamente, son “caricaturas”, deformaciones de la realidad. Nadie estaría dispuesto a afirmar que los profetas reproducen una sola de esas imágenes. Sólo pretendo dejar claro la complejidad de la figura del profeta, que se presta a interpretaciones muy distintas.
3. Los rasgos esenciales del profeta
Ahora bien, ¿es posible detectar un sustrato común, que nos permita hablar de lo profético? Si por común entendemos algo que aparezca de forma indiscutible en todos ellos, la respuesta es “no”. Las tradiciones sobre algunos profetas son tan escasas y limitadas que no permiten afirmaciones de ningún tipo. Pero, aplicando a algunos como hipótesis lo que en otros es plena certeza, podemos hablar de unas líneas de fuerza comunes al movimiento. Esas líneas las resumiría en los siguientes puntos:
a) El profeta es un hombre inspirado, en el sentido más estricto de la palabra. Nadie en Israel tuvo una conciencia tan clara de que era Dios quien le hablaba y de ser portavoz del Señor como el profeta. Y esta inspiración le viene de un contacto personal con él, que comienza en el momento de la vocación. Por eso, cuando habla o escribe, el profeta no acude a archivos y documentos, como los historiadores; tampoco se basa en la experiencia humana general, como los sabios de Israel. Su único punto de apoyo, su fuerza y su debilidad, es la palabra que el Señor le comunica personalmente, cuando quiere, sin que él pueda negarse a proclamarla. Palabra que a veces se asemeja al rugido del león (Am 1,2), y en ocasiones es “gozo y alegría íntima” (Jer 15,16). Palabra con frecuencia imprevista e inmediata, pero que en momentos decisivos se retrasa (Jer 42,1-7). Palabra dura y exigente en muchos casos, pero que se convierte en “un fuego ardiente e incontenible encerrado en los huesos”, que es preciso seguir proclamando (Jer 20,9). Palabra de la que muchos desearían huir, como Jonás, pero que termina imponiéndose y triunfando.
Este primer rasgo resulta desconcertante a muchas personas. La seguridad con que el profeta afirma “palabra de Dios”, “oráculo del Señor”, “esto me hizo ver el Señor”, extraña al hombre contemporáneo. Sugieren una comunicación directa, casi física, entre el profeta y el Señor. Pero, si evitamos el literalismo, sus fórmulas expresan una verdad profunda, bastante comprensible. Pensemos en las personas que podemos considerar profetas de nuestro tiempo: Martín Lutero King, Oscar Romero[5], etc. Estaban convencidos de que comunicaban la voluntad de Dios, de que decían lo que Dios quería en ese momento histórico. Por eso, no podían echarse atrás, aunque les costase la vida. Si hubiésemos podido preguntarles: ¿Es que Dios le ha hablado esta noche? ¿Se le ha revelado en visión?, tendrían que responder: Efectivamente, Dios me ha hablado; no en sueño ni visiones, pero sí de forma indiscutible, a través de los acontecimientos, de las personas que me rodean, del sufrimiento y la angustia de los hombres. Y esa palabra externa se convierte luego en palabra interior, “encerrada en los huesos” ―como diría Jeremías―, que no se puede contener. El hombre corriente pondrá en duda la validez de este convencimiento del profeta. Lo atribuirá a sus propios deseos y fantasías. El profeta sabe que no es así. Y actúa de acuerdo con esa certeza.
b) El profeta es un hombre público. Su deber de transmitir la palabra de Dios lo pone en contacto con los demás. No puede retirarse a un lugar sosegado de estudio o reflexión, ni reducirse al limitado espacio del templo. Su lugar es la calle y la plaza pública, el sitio donde la gente se reúne, donde el mensaje es más necesario y la problemática más acuciante. El profeta se halla en contacto directo con el mundo que lo rodea; conoce las maquinaciones de los políticos, las intenciones del rey, el descontento de los campesinos pobres, el lujo de los poderosos, la despreocupación de muchos sacerdotes. Ningún sector le resulta indiferente, porque nada es indiferente para Dios.
Sin embargo, estas afirmaciones, con todo lo que tienen de exactas, necesitan ser matizadas. Podrían causar la impresión de que todos los profetas están en contacto con todos los problemas y grupos sociales, desde el rey hasta el último campesino, desde la alianzas políticas hasta las rogativas por la lluvia o una plaga de langosta. Sería equivocado, porque sólo una personalidad excepcionalmente rica (Jeremías, Isaías) podría desenvolverse en tantos ambientes e interesarse por tal diversidad de cuestiones. No es la norma.
Este aspecto, evidente en las tradiciones bíblicas, lo han puesto de relieve los últimos estudios sobre la sociología del profetismo. Aune[6], por ejemplo, distingue estos cuatro tipos de profetas en el antiguo Israel: 1) profetas chamanes (Samuel, Elías, Eliseo); 2) profetas cultuales y del templo; 3) profetas de la corte (Gad, Natán); 4) profetas libres.
Petersen[7], tras analizar los diversos títulos que se aplican a los profetas en el Antiguo Testamento, llega a las siguientes conclusiones:
El “vidente” (ro’eh) aparece como un personaje urbano, que presta sus servicios y es recompensado por ello. El ejemplo típico es Samuel en la tradición de las asnas de Saul.
El “hombre de Dios” (’îs ’elohîm) y los “hijos de los profetas” (benê nebi’îm) son ejemplos de lo que Lewis llama “profecía periférica”, con sus mismas características: 1) surge en tiempos de crisis, motivada por problemas como hambre, sequía, tensiones políticas y sociales, pobreza, guerra; 2) los individuos que aparecen con el título “hombre de Dios” están oprimidos o en relación con miembros periféricos de la sociedad (Elías, Eliseo); 3) la manera en que el “hombre de Dios” desempeña su rol implica actividad de grupo (Eliseo está relacionado con los “hijos de los profetas”); 4) el Dios de la profecía periférica es, durante el siglo IX, por raro que parezca, un dios periférico; 5) el dios de la profecía periférica es amoral; su rasgo predominante no es la bondad sino el poder[8].
“Los otros dos títulos (hozeh y nabî’) los relaciona Petersen con la “profecía central”. Sus características son las siguientes: 1) surge por presiones que vienen de fuera de la sociedad y que la sociedad percibe como un todo (p.ej., la amenaza de la invasión asiria); 2) el profeta central normalmente legitima o sanciona la moralidad pública; no se trata de moralidad individual, sino de algo básico para toda la sociedad; 3) la profecía central se limita a pocos individuos y no está abierta a amplios grupos, aunque los profetas tengan discípulos; por los datos que tenemos, raras veces había más de un profeta en el mismo espacio y tiempo; cuando lo había, era fácil que surgieran conflictos y uno quedase como falso; es lo que ocurre en el caso de Ananías y Jeremías; 4) el Dios de la profecía central es predecible y moral; Yahvé siempre responde al mal de la misma forma.
Según Petersen, la diferencia de títulos dentro de la profecía central se debe a que nabî’ es título del norte (Israel) y hozeh del sur (Judá). La diferencia de títulos implica también otras diferencias, ya que eran legitimados de distinta manera. En Israel, el nabî’ aparecía como portavoz de la alianza, mientras en el sur el hozeh era percibido como heraldo del Consejo divino (Is 6; 1 Re 22).
El análisis de Petersen es interesante y ayuda a aclarar diversos puntos de las tradiciones proféticas. Pero no podemos aceptarlo sin más. Por ejemplo, a propósito de las fuerzas que originan la aparición de la profecía periférica o central, indica que en el primer caso se trata de fuerzas internas, percibidas por un sector de la sociedad, mientras que en el segundo se trata de fuerzas externas, percibidas por la sociedad como un todo. Sin embargo, en ambos casos confluyen simultáneamente fuerzas internas y externas. En tiempos de Elías y Eliseo tenemos períodos de hambre y sequía ―que afectaron especialmente al sector más pobre―, pero también las guerras arameas. Y Amós, el que más amenaza con una invasión extranjera, ve la raíz de los males en un conflicto interno, la falta de justicia. Por eso, más que poner el peso en que se trate de problemas internos o externos, insistiría en que los padezca un sector de la sociedad o toda ella; en el primer caso, surgiría fácilmente el fenómeno de la profecía periférica; en el segundo, la central (aunque ambos podrían darse al mismo tiempo).
En cuanto a la amoralidad del Dios de la profecía periférica, recordemos que el episodio de la viña de Nabot (1 Re 21) sitúa a Elías en la misma línea que cualquiera de los grandes profetas de la justicia (Amós, Isaías, Miqueas). Por otra parte, las tradiciones sobre los profetas centrales no hablan de castigo con osas, pero amenazan con castigos terribles tanto a los individuos como al pueblo.
Estas aportaciones de los estudios sociológicos ayudan a comprender la complejidad del movimiento profético y a valorar su inserción en la sociedad.
c) El profeta es un hombre amenazado. En ocasiones sólo le ocurrirá lo que dice Dios a Ezequiel: “Acuden a ti en tropel y mi pueblo se sienta delante de ti; escuchan tus palabras, pero no las practican (...) Eres para ellos coplero de amoríos, de bonita voz y buen tañedor. Escuchan tus palabras, pero no las practican” (Ez 33,30-33). Es la amenaza del fracaso apostólico, de gastarse en una actitud que no encuentra respuesta en los oyentes. Pero esto es lo más suave que puede ocurrirle. A veces se enfrentan a situaciones más duras. A Oseas lo tachan de “loco” u “necio”; a Jeremías, de traidor a la patria. Y se llega incluso a la persecución, la cárcel y la muerte. Elías debe huir del rey en muchas ocasiones; Miqueas ben Yimlá termina en la cárcel; Amós es expulsado del Reino Norte; Jeremías pasa en prisión varios meses de su vida; igual le ocurre a Jananí. Zacarías es apedreado y tirado a la fosa común (Jer 26,20-23). Esta persecución no es sólo de los reyes y de los poderosos; también intervienen en ella los sacerdotes y los falsos profetas. E incluso el pueblo se vuelve contra ellos, los critica, desprecia y persigue. En el destino de los profetas queda prefigurado el de Jesús de Nazaret.
Silenciaríamos un detalle importante si no dijésemos que la amenaza le viene también de Dios. Le cambia la orientación de su vida, lo arranca de su actividad normal, como le ocurre a Amós (7,14s) o a Eliseo (1 Re 19,19-21); le encomienda a veces un mensaje muy duro, casi inhumano, teniendo en cuenta la edad o las circunstancias en que se encuentra. Es el caso de Samuel. Todavía niño, debe trasmitir al sacerdote Elí, con quien se ha criado desde pequeño, su condena personal y la de sus hijos (1 Sam 3). Con razón dice el narrador que, a la mañana siguiente, Samuel “no se atrevía a contarle a Elí la visión” (v.16). O el caso de Ezequiel, que ni siquiera en el momento de la muerte de su esposa podrá llorarla tranquilamente; más importante que su pena es la palabra de Dios, y el Señor le fuerza a transmitirla mediante un dolorosa acción simbólica (Ez 24,15-25). Estos ejemplos, que podrían multiplicarse, bastan para demostrar que la existencia del profeta no sólo está amenazada por sus contemporáneos, sino también por el mismo Dios. No es extraño que algunos de ellos, como Jeremías, llegaran a rebelarse en ciertos momentos contra esta coacción.
d) Por último, conviene recordar que la profecía es un carisma. Como tal, rompe todas las barreras. La del sexo, porque en Israel existen profetisas, como Débora (Jue 4) o Julda (2 Re 22). La de la cultura, porque no hacen falta estudios especiales para transmitir la palabra de Dios. La de las clases sociales, porque personas vinculadas a la corte, como Isaías, pequeños propietarios, como Amós, o simples campesinos, como Miqueas, podían ser llamados por Dios. Las barreras religiosas, porque no es preciso ser sacerdote para ser profeta; más aún, podemos afirmar que bastantes profetas no eran sacerdotes. La barrera de la edad, porque Dios encomienda su palabra lo mismo a adultos que a jóvenes.

NOTAS
[1] Básicamente, el error consiste en interpretar la partícula “pro” de “pro‑fetes” en sentido temporal (el que “pre‑dice”). En realidad debe interpretarse en sentido local: “el que habla en público”. [2] Bellum Judaicum 1,2,8. Sobre el tema véase D. E. Aune, "The Use of prophêtês in Josephus": JBL 101 (1982) 419-21. [3] La relación entre profetismo y adivinación la desarrollo ampliamente en el capítulo 1 de Profetismo en Israel. [4] No es raro que uno de los mayores compositores románticos, Félix Mendelssohn, dedicase una de sus obras de más envergadura a este personaje. [5] Véase J. Sobrino, Monseñor Oscar Romero verdadero profeta. Desclée, Bilbao 1982. [6] D. E. Aune, Prophecy in Early Christianity and the Ancient Mediterranean World, Grand Rapids 1983. [7] D. L. Petersen, The Roles of Israel's Prophets, JSOT Supplement Series 17, Sheffield 1981. Sobre los sociología del profetismo es también esencial la obra de R. R. Wilson, Prophechy and Society in Ancient Israel, Filadelphia 1980. [8] Recuérdense las osas que matan a los niños en la tradición de Eliseo, o el asesinato de los 450 profetas de Baal.

2: LA PALABRA PROFÉTICA


1. Fuerza y debilidad de la palabra profética
Los libros proféticos son quizá los más difíciles de todo el Antiguo Testamento. No debe extrañarnos. Para comprender un mensaje tan encarnado en la realidad de su tiempo es preciso conocer las circunstancias históricas, culturales, políticas y económicas en las que tales palabras fueron pronunciadas. Por otra parte, los profetas usan a menudo un lenguaje poético, y todos sabemos que la poesía es más densa y difícil que la prosa. De esta manera, intervenciones que en su tiempo debieron de resultar escalofriantes, casi blasfemas, parecen hoy anodinas a muchos lectores. Y palabras de profunda hondura humana y religiosa pasan desapercibidas para muchos cristianos. Me parece interesante imaginar cómo sonarían estos textos en nuestros oídos si los antiguos profetas resucitasen. Con esta intención ofrezco algunas adaptaciones de textos proféticos. Pueden suscitar malestar o escándalo. Resultar estúpidas y utópicas. Pero tienen dos ventajas: nos ayudan a comprender su forma de expresarse y los motivos por los que fueron perseguidos o pasaron por ilusos. Partamos de un sencillo texto de Amós:

“Marchad a Betel a pecar, en Guilgal pecad de firme: ofreced por la mañana vuestros sacrificios y al tercer día vuestros diezmos; ofreced ázimos, pronunciad la acción de gracias, anunciad dones voluntarios, que eso es lo que os gusta, israelitas ―oráculo del Señor―” (Am 4,4‑5).

Si leemos este texto en una eucaristía o en un acto penitencial, casi nadie se enterará de su contenido. La mayoría de la gente no sabe qué es Betel ni Guilgal, desconoce la expresión “ofrecer sacrificios” (sólo han oído hablar de “sacrificarse”, “mortificarse”), ignoran qué son los ázimos y los dones voluntarios. En cuanto a los diezmos, quizá sepan que un antiguo Catecismo mandaba “pagar diezmos y primicias a la Iglesia de Dios. Amen”. Un auténtico fracaso. Expresión plena de esa debilidad de la palabra profética, débil por haberse encarnado hasta las últimas consecuencias. Pero intentemos resucitarla. Sonaría más o menos de esta forma:

“Marchad a Santiago a pecar, en el Pilar pecad de firme. Acudid a misa todos los días, ofreced vuestras velas y ofrendas. Encended el botafumeiro, ardan los incensarios, anunciad novenas, que eso es lo que os gusta, católicos ―oráculo del Señor―.”

Ante todo advertimos la claridad del lenguaje. No es un mundo ―al menos en este caso― de grandes abstracciones, sino plástico y concreto. Al mismo tiempo, llama la atención su brevedad y concisión. El profeta, sobre todo en esos primeros momentos del siglo VIII, rehuye la palabrería. También es patente la dureza e ironía con que se expresa. Amós no usa un género profético, sino la “instrucción”, típica de los sacerdotes, con la que éstos exhortan a los fieles a las prácticas cultuales. Pero Amós emplea este género para criticar lo que ellos piden, ridiculizando otras instrucciones parecidas. Por eso, más que imaginárnoslo tronando al pronunciar estas palabras, deberíamos escucharlo con un tono almibarado, frotándose suavemente las manos mientras finge dar buenos consejos. No es raro que el sumo sacerdote de Betel, Amasías, terminara expulsándolo. Veamos al mismo Amós en un contexto muy distinto. Se encuentra ahora en Samaría, la próspera y lujosa capital del Reino Norte, donde una clase alta disfruta de todo tipo de lujos a costa de los pobres. Esta vez su palabra sí tronará con potencia. Pero el tiempo ha vuelto a desgastarla y a hacerla casi incomprensible.

“Escuchad esta palabra, vacas de Basán, en el monte de Samaría: Oprimís a los indigentes, maltratáis a los pobres, y pedís a vuestros maridos: Trae de beber. El Señor lo jura por su santidad: Llegará la hora en que os agarren a vosotras con garfios, a vuestros hijos con ganchos; saldrá cada cual por la brecha que tenga delante, camino del Hermón ―oráculo del Señor―” (4,1-3).

El caso no es tan grave como en el ejemplo anterior, pero sigue habiendo muchas cosas oscuras. Probablemente, el simple comienzo, “vacas de Basán”, ya ha hecho que el oyente moderno desconecte del texto. Traduzcámoslos a nuestro lenguaje:

“Escuchad esta palabra, señoronas de El Escorial, las que veraneáis en Mallorca y en Marbella. Oprimís a los pobres, explotáis a los obreros, y sólo os interesa daros la buena vida. Llegará un día en que os rodearán con fusiles, a vuestros hijos con bayonetas, y os subirán en camiones de animales camino del destierro ―oráculo del Señor―”.

El contenido será discutible. A algunos les molestará, a otros les parecerá una estupidez (son dos reacciones muy típicas ante los profetas). Pero el lenguaje resulta diáfano. En cualquier caso, el profeta no se preocupa sólo de transmitir un mensaje inteligible. Se esfuerza también por expresarse con belleza. A veces lo intenta mediante juegos de palabras, que resultan atractivos al auditorio, como en este nuevo ejemplo de Amós:

“Así dice el Señor a la casa de Israel: Buscadme y viviréis; no busquéis a Betel, no vayáis a Guilgal, no os dirijáis a Berseba; que Guilgal irá cautiva y Betel se volverá Betavén. Buscad al Señor y viviréis” (Am 5,4-5).

Una vez más, el esfuerzo del profeta resulta inútil para un lector moderno que no sepa hebreo. Intentemos revivirlo:

“Así dice el Señor a los católicos: Interesaos por mí y viviréis: Pero no os intereséis por el Pilar, no vayáis a Santiago, no acudáis al Rocío. Que el Pilar caerá por tierra, y el Rocío se volverá tormenta. Interesaos por el Señor y viviréis”.

En el ejemplo de Amós, hay dos juegos de palabras: el primer caso es de tipo sonoro (kî gilgal galó yiglé, “que Guilgal irá cautiva”), mientras el segundo mezcla lo sonoro con lo conceptual (“Betel se volverá Betavén”, es decir, “Casa de Dios se volverá Casa del Mal”). La adaptación que ofrezco juega sólo con lo conceptual e imaginativo: el Pilar cae por tierra, el Rocío se vuelve tormenta. Lo de menos es la adecuación perfecta. Sólo me interesa subrayar el esfuerzo de formulación[1]. Otras veces, el acierto no se busca a nivel de juego de palabras o de expresiones acertadas, sino en imágenes llamativas. Intentando expresar Amós el gran valor de la justicia, y lo poco que la estiman las autoridades de Israel, formula estas simples preguntas:

“¿Se meten los caballos por los peñascos? ¿Se usan los toros para arar? Pues vosotros convertís en veneno el derecho, la justicia en acíbar” (Am 6,12).

En nuestro lenguaje:

“¿Se mete un Rolls Royce por el campo? ¿Se usa un Mercedes para arar? Pues vosotros estáis oxidando el derecho y echando a perder la justicia.”

Cualquier estudioso del Antiguo Testamento sabe la cantidad enorme de obras que se publican cada año ―artículos y libros― para aclarar sus numerosos problemas. En muchísimos casos se trata de problemas secundarios, que se prestan a interminables discusiones, aunque el sentido global del texto sea claro. Es lo que ocurre a quien lee Miq 6,1-8. La bibliografía sobre estos pocos versos, especialmente sobre los últimos, es abundantísima. Lo que dice Miqueas ―en un diálogo ficticio entre Dios, el pueblo y el profeta― es, más o menos, algo tan sencillo como esto:

DIOS:

“Escuchad, montes, el juicio del Señor, tended, cimientos de la tierra: El Señor entabla juicio con su pueblo, pleitea con la Iglesia. Pueblo mío, ¿qué mal te he hecho? ¿En qué te molesté? Respóndeme. Te saqué del paganismo, de la esclavitud te redimí, enviando por delante a mi Hijo. Recuerda mis innumerables beneficios, ten presente la salvación de Dios.
EL PUEBLO
¿Cómo podremos agradar al Señor, acercarnos al Dios Altísimo? ¿Nos acercaremos con procesiones, marchando en peregrinación? ¿Le agradarán al Señor nuestras velas y ex‑votos, nuestras ofrendas en metálico para el templo? ¿Mandaré mi hijo al seminario, mi hija al noviciado, para expiar mi ingratitud?
EL PROFETA Ya sabes, hombre, lo que es bueno, lo que Dios desea de ti: simplemente que practiques la justicia, que actúes con misericordia y que te muestres humilde con tu Dios”.
Estos pocos ejemplos, que podrían multiplicarse fácilmente, demuestran la fuerza y debilidad de la palabra profética. Débil, porque ha quedado atenazada por un lenguaje, una historia, una cultura, que no es la nuestra. Fuerte, porque resplandece con todo vigor cuando le arrancamos la pátina del tiempo. Es esencial intentar percibir esa potencia y belleza de los textos primitivos. Aunque en los libros proféticos encontramos oráculos de poca categoría literaria, formulaciones poco precisas e incluso aburridas, abundan con mucho los textos de extraordinaria belleza poética. En un tiempo como el nuestro, donde se critica el consumismo y el imperialismo de las grandes multinacionales con multitud de tópicos, ensartados en los discursos más vulgares, conviene releer el magnífico oráculo de Ezequiel contra Tiro, la gran potencia comercial de su tiempo (Ez 27, suprimiendo los versos 12-24). Se advierte que el profeta no sólo tiene algo importante que decir, sino que lucha y se esfuerza por decirlo bien. 2. Los géneros literarios Muchos podrán pensar que los profetas comunican su mensaje mediante un discurso o un sermón, que son los géneros más habituales entre los oradores sagrados de nuestro tiempo. A veces lo hacen, pero generalmente emplean una gran variedad de géneros literarios, tomados de los ámbitos más distintos. A continuación indicaré algunos ejemplos, para que el lector se haga una idea de la riqueza y vitalidad de la predicación profética.
2.1. Géneros tomados de la sabiduría tribal y familiar
Desde antiguo, la familia, el clan, la tribu, han empleado los recursos más diversos para inculcar un recto comportamiento, hacer reflexionar sobre la realidad que rodea a niños y adultos: exhortación, interrogación, parábola, alegoría, enigmas, bendiciones y maldiciones, comparaciones. De todos ellos encontramos ejemplos en los profetas. Cuando Natán va a denunciar al rey David su adulterio con Betsabé y el asesinato de Urías no aborda el tema directamente, comienza con una parábola (2 Sam 12,1-7). Cuando Ezequiel acusa al rey de Judá porque, después de prometer fidelidad al rey de Babilonia, violó el juramento y buscó la ayuda de Egipto, lo hace mediante una alegoría (Ez 17,1-9). Al ámbito sapiencial pertenecen también la bendición y la maldición que encontramos en Jer 17,5-8. Otro género frecuente entre los sabios, la comparación, aparece en Jer 17,11. La pregunta es una forma de hacer reflexionar y de inculcar una conclusión inevitable; Amós la emplea en 3,3-6.
2.2. Géneros tomados del culto
Podemos clasificar en este apartado himnos, oraciones, instrucciones y, quizá, los oráculos de salvación. En Amós tropezamos con un hecho curioso; a lo largo del libro encontramos en diversos momentos lo que parecen fragmentos de un himno al poder de Dios (4,13; 5,8-9; 9,5-6). Es posible que no fuese compuesto por Amós, sino tomado por él y distribuido a lo largo del libro, en momentos claves, para subrayar la omnipotencia divina. En Isaías encontramos un himno de primera mano, compuesto por el profeta o por el redactor del libro (Is 12). La instrucción es un género típico del culto. La emplea el sacerdote cuando responde a algunos de los problemas concretos que le plantean los fieles. Los profetas también usan el género, aunque puede ocurrir ―como en el caso de Amós―, que sea con intenciones distintas, en plan irónico (Am 4,4-5). Como ejemplo de oración citaré el de Jeremías cuando compra el campo a su primo Hanamel. En momentos difíciles, cuando Jerusalén está asediada por el ejército babilónico, el profeta comprende que esta compra absurda, la peor inversión económica, es voluntad de Dios. La lleva a cabo y, después de firmar el contrato, ora al Señor pidiéndole la explicación del misterio (Jer 32,16‑25). La respuesta de Dios se encuentra más adelante (32,43). Más discutible resulta que el oráculo de salvación pertenezca al ámbito del culto. Quizá su contexto primitivo fuese el de la guerra, cuando un sacerdote o profeta anunciaba la victoria en nombre de Dios y animaba al ejército a no tener miedo. Este género es muy utilizado por el Deuteroisaías (por ejemplo, en Is 41,8-16).
2.3. Géneros tomados del ámbito judicial
A veces, los profetas emplean el discurso acusatorio, la requisitoria, la formulación casuística, o algunos elementos de estos géneros, para insertarlos en un contexto más amplio. Por ejemplo, Ez 22,1-16 contiene las acusaciones típicas del fiscal en un proceso. En este contexto judicial se sitúa también la enumeración de una serie de comportamientos justos, que termina con la declaración de inocencia del que vive de acuerdo con ellos (Ez 18,5-9). Y este espíritu jurídico, tan acentuado en Ezequiel, es el que le lleva a una serie de formulaciones casuísticas (Ez 18,10-17). Entre los géneros tomados del ámbito judicial, uno de los que más ha interesado a los comentaristas es el de la requisitoria profética (rîb).
2.4. Géneros tomados de la vida diaria
Incluyo en este apartado una serie de cantos que surgen en las más diversas situaciones de la vida: amor, trabajo, muerte... La famosa “canción de la viña” de Isaías la presenta el profeta como una canción de amor (Is 5,1-7). Ezequiel ofrece un ejemplo de canción de trabajo doméstico, realizado por un ama de casa, que le servirá para aplicarla al futuro de Jerusalén (Ez 24,3-5.9-10). En otra ocasión se trata de un canto a la espada (Ez 21,13-21). Entre estos cantos que surgen en distintos momentos de la vida, el más importante y frecuente es la elegía, entonada con motivo de la muerte de un ser querido, que los profetas utilizan para presentar la trágica situación de su pueblo en el presente o en el futuro. La más antigua y concisa la encontramos en Amos (5,2-3). Elementos elegíacos y alegóricos se unen en otro texto de Ezequiel para describir la situación de los últimos reyes judíos (Ez 19,1-9). Muy relacionados con la elegía están los ayes. “¡Ay!”, “¡Ay!”, es uno de los gritos entonados por las plañideras cuando acompañan al cortejo fúnebre. Los profetas utilizan este género para indicar que determinadas personas ―más bien grupos― se encuentran a las puertas de la muerte por sus pecados (Is 5,7-10; Is 5,20; Hab 2,7-8)
2.5. Géneros estrictamente proféticos
Dos casos merecen especial atención: el oráculo de condena dirigido a un individuo y el oráculo de condena contra una colectividad. Ambos constan de diversos elementos, pero son esenciales la denuncia del pecado y el anuncio del castigo.

2.5.1. Oráculos de condena contra un individuo

En las tradiciones de Elías encontramos ejemplos significativos de oráculos de condena contra un individuo. Cuando el rey Ajab se ha apoderado de la viña de Nabot tras su asesinato, el profeta le sale al encuentro para interpelarlo:
“¿Has asesinado y encima robas?
Por eso, así dice el Señor:
en el mismo sitio donde los perros han lamido la sangre de Nabot,
también a ti los perros te lamerán la sangre (1 Re 21,17ss).
En otra ocasión, el rey Ocozías, enfermo, envía a consultar a un dios pagano. Elías interviene de nuevo:
“¿Es que no hay Dios en Israel para que mandes a consultar a Belcebú?
Por eso, así dice el Señor:
No te levantarás de la cama donde te has acostado.
Morirás sin remedio” (2 Re 1,3-4).
Esta formulación tan sucinta la encontramos también en Amós cuando se enfrenta con el sumo sacerdote de Betel, Amasías:
“Escucha la palabra del Señor.
Tú dices: `No profetices'.
Pues bien, así dice el Señor:
Tu mujer será deshonrada,
tus hijos e hijas caerán a espada,
tu tierra será repartida a cordel,
tú morirás en tierra pagana”
(Am 7,16-17).
En estos casos, aunque las situaciones son muy distintas, se emplea siempre la misma estructura. Tras la llamada fórmula del mensajero (“así dice el Señor”), sigue la denuncia (“asesinar y robar”, “consultar a Belcebú”, “prohibir profetizar”) y el anuncio del castigo (que siempre es la pena de muerte),
De lo anterior no podemos deducir que el profeta, al condenar a un individuo, se atenga siempre a este esquema sin poder modificarlo. A veces recurre a metáforas para desarrollar el anuncio del castigo, como hace Isaías en su oráculo contra el mayordomo de palacio, Sobna (Is 22,15-18). El oráculo de condenación individual es breve, directo, se pronuncia en presencia del interesado, que escucha la sentencia.
2.5.2. Oráculo de condena contra una colectividad
Se dirige a todo el pueblo, a un grupo, o a las naciones extranjeras y aparece como un desarrollo del anterior, con un horizonte más amplio. La denuncia del pecado abarca una multitud o una serie de faltas. Generalmente consta de dos miembros: el primero denuncia de forma general, el segundo ataca un pecado concreto. Por ejemplo:
“A Damasco, por tres delitos y por cuatro, no la perdonaré.
Porque trilló a Galaad con trillos de hierro” (Am 1,3)
El anuncio del castigo también tiene dos partes: intervención de Dios y consecuencias. En el ejemplo siguiente, los tres primeros versos describen la acción de Dios; el último, las consecuencias.

“Romperé los cerrojos de Damasco y aniquilaré a los jefes de Valdelito y al que lleva cetro en Casa Delicias. Y el pueblo sirio irá desterrado a Quir (Am 1,5).

El oráculo individual es vivo, inmediato; el colectivo se vuelve más literario y, con ello, más libre y extenso. La creatividad del profeta le induce a introducir cambios en la estructura fundamental. Por ejemplo, no es raro que invierta el orden de los elementos, situando el anuncio del castigo antes de la acusación, o las consecuencias antes de la intervención de Dios. Esta misma creatividad hace que el profeta amplíe a veces el esquema primitivo, hasta el punto de que en Jeremías y Ezequiel resulta casi irreconocible. 3. Bibliografía
3.1. Sobre la lectura literaria
Quien desee profundizar en este tema debe leer el extenso estudio de L. Alonso Schökel sobre la poesía hebrea en Hermenéutica de la Palabra, Cristiandad, Madrid 1987, donde también pueden encontrarse otros artículos suyos en los que analiza textos proféticos desde este punto de vista.
3.2. Sobre los géneros literarios
J. L. Sicre, Profetismo en Israel, Estella 1991, capítulo 6, con abundante bibliografía sobre cada uno de ellos.
NOTAS
[1] El elemento sonoro es esencial en la poesía. Pero pocas veces se consiguen aciertos tan plenos como el de san Juan de la Cruz (“un no sé qué que queda balbuciendo”) o el de Pablo Neruda (“y supo que no sólo la sola soledad era el silencio”).

3: LOS LIBROS PROFÉTICOS


1. LOS LIBROS PROFÉTICOS

La Biblia hebrea incluye en este bloque los libros de Isaías, Jeremías, Ezequiel y los Doce (Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahún, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías, Malaquías). La traducción griega de los Setenta (LXX) realiza algunos cambios en el orden dentro de los Doce y los sitúa delante de Isaías. Por otra parte, después de Jeremías introduce a Baruc, Lamentaciones y la Carta de Jeremías (= cap. 6 de Baruc en muchas ediciones actuales). Estos añadidos resultan comprensibles: Baruc fue secretario de Jeremías; las Lamentaciones las atribuyen los LXX a este gran profeta. No es raro que ambas obras fuesen situadas después de su libro. En realidad, el libro de Baruc no lo escribió el discípulo de Jeremías, y las Lamentaciones no son suyas. Pero estos detalles no se conocían en siglos pasados. Nuestras ediciones acostumbran incluir también entre los libros proféticos a Daniel, aunque los judíos lo colocan entre los “otros escritos” (Ketubîm). La decisión actual parece acertada, ya que Daniel es, al menos en parte, el representante más genuino de la literatura apocalíptica, hija espiritual de la profecía. El principal problema que plantean estos libros es el de su formación. La cuestión es tan compleja que podríamos dedicar muchas páginas a un solo libro. Para mayor claridad, comenzaré ofreciendo una sencilla síntesis de los diversos pasos. Luego, algunos datos más detallados sobre ciertos libros.

2. LA FORMACIÓN DE LOS LIBROS PROFÉTICOS

Nosotros estamos acostumbrados a atribuir una obra literaria a un solo autor, sobre todo si al principio nos da su nombre, como ocurre en los libros proféticos. Pero, en este caso, no es cierto que todo el libro proceda de la misma persona. Podemos comenzar recordando el ejemplo más sencillo: Abdías. Este profeta no escribió un libro ni un folleto; una sola página con veinte versos resume toda su predicación. Sería normal atribuirle estas pocas líneas sin excepción. No obstante, los comentaristas coinciden en que los versos 19-20, escritos en prosa, fueron añadidos posteriormente; el estilo y la temática los diferencian de lo anterior. ¿Quién insertó estas palabras? No lo sabemos. Quizá un lector que vivió varios siglos después de Abdías. Si el mensaje más breve de toda la Biblia plantea problemas insolubles, los 66 capítulos de Isaías, 52 de Jeremías, o 48 de Ezequiel son capaces de desesperar al más paciente. Hay que renunciar por principio a comprenderlo todo. Limitándonos a ideas generales, y simplificando mucho, podemos indicar las siguientes etapas en la formación de los libros proféticos.

2.1. La palabra original del profeta
Normalmente, lo primero sería la palabra hablada, pronunciada directamente ante el público, a la que seguiría su consignación por escrito. A veces, entre la proclamación del mensaje y su redacción pudieron transcurrir incluso varios años, como indica el c. 36 de Jeremías, el más sugerente sobre los primeros pasos en la formación de un libro profético. Tras situarnos en el año 605 a.C. (“el año cuarto de Joaquín, hijo de Josías, rey de Judá”), nos dice que el profeta recibió la siguiente orden del Señor:

“Toma un rollo y escribe en él todas las palabras que te he dicho sobre Judá y Jerusalén y sobre todas las naciones, desde el día en que comencé a hablarte, siendo rey Josías, hasta hoy. (...) Entonces Jeremías llamó a Baruc, hijo de Nerías, para que escribiese en el rollo, al dictado de Jeremías, todas las palabras que el Señor le había dicho” (36,1-4).

A un hombre moderno puede extrañarle que se deje pasar tanto tiempo entre la predicación y la redacción. Si Jeremías recibió su vocación en el año 627, como parece lo más probable, resulta curioso que sólo reciba orden de escribir el contenido esencial de su mensaje veintidós años más tarde. Pero la mentalidad de la época era distinta. Recordemos que, siglos más tarde, Jesús no dejará una sola palabra escrita. Volviendo a Jeremías, el volumen redactado corre un destino fatal. Tras ser leído en presencia de todo el pueblo, luego ante los dignatarios, termina tirado al fuego por el rey Joaquín. Dios no se da por vencido y ordena al profeta: “Toma otro rollo y escribe en él todas las palabras que había en el primer rollo, quemado por Joaquín” (v.28). El capítulo termina con este interesante dato:

“Jeremías tomó otro rollo y se lo entregó a Baruc, hijo de Nerías, el escribano, para que escribiese en él, a su dictado, todas las palabras del libro quemado por Joaquín, rey de Judá. Y se añadieron otras muchas palabras semejantes” (v.32).

Entre el primer volumen y el segundo existe ya una diferencia. El segundo es más extenso. Contiene el núcleo básico del futuro libro de Jeremías. Los comentaristas han hecho numerosos intentos para saber cuáles de los capítulos actuales se encontraban en aquel volumen primitivo. No existe acuerdo entre ellos, y carece de sentido perderse en hipótesis. Lo importante es advertir que el libro de Jeremías se remonta a una actividad personal del profeta. Algo parecido debió de ocurrir con Isaías, Amós, Oseas, etc. Es probable que la palabra hablada diese lugar a una serie de hojas sueltas, que más tarde se agrupaban formando pequeñas colecciones: el ciclo de las visiones de Amós en su forma primitiva, el “Memorial sobre la guerra siroefraimita” (Is 6,1-8,14), el “Librito de la consolación” (Jer 30-31), los oráculos “A la Casa real de Judá” (Jer 21,11-23,6), “A los falsos profetas” (Jer 23,9-32), “Sobre la sequía” (Jer 14), etc. Hasta ahora nos hemos fijado en la palabra profética que fue consignada por escrito después de ser pronunciada oralmente. No podemos olvidar que en ciertos casos el proceso es inverso: primero se escribe el texto, luego se proclama. En este apartado adquieren especial relieve los relatos de vocación (Jer 1,4-10; Ez 1-3), las llamadas “Confesiones” de Jeremías, los relatos de acciones simbólicas no realizadas, ciertos relatos de visiones. Incluso podemos admitir que algunos profetas más que predicadores fueron escritores. Este caso se ha presentado con especial agudeza a propósito de los capítulos 40-55 de Isaías (“Deuteroisaías”); muchos comentaristas creen que su autor fue un gran poeta que redactó su obra por escrito, comunicándola oralmente sólo en un segundo momento. También el gran ciclo de las visiones de Zacarías parece más obra literaria que redacción posterior de una palabra hablada.

2.2. La obra de los discípulos y seguidores

Con lo anterior no quedaron terminados, ni de lejos, los actuales libros. Les faltaba mucho camino por recorrer. El siguiente paso lo dará un grupo muy complejo que, a falta de mejor término, califico de discípulos y seguidores. Utilizo una expresión bastante ambigua para no inducir a error al lector. Nosotros estamos acostumbrados a una relación muy directa entre el maestro y el discípulo. Decimos, por ejemplo, que Julián Marías fue discípulo de Ortega y Gasset. Pero nadie diría que García Morente fue discípulo de Kant, por mucho que estimase y conociese la obra de este filósofo. En nuestra mentalidad, para que alguien sea discípulo es preciso que haya existido un contacto físico, directo, unos años de compañía y aprendizaje. Esta relación directa entre maestro y discípulos se dio quizá en algunos profetas. Pero, en la redacción de los libros, intervendrá no sólo este tipo de discípulos, sino también personas muy alejadas temporalmente del profeta, aunque dentro de su esfera espiritual. Como si Unamuno hubiese podido refundir y completar la obra de Kierkegaard. Un ejemplo que puede parecer absurdo, pero que ilumina nuestro caso. Discípulos y seguidores contribuyeron especialmente en tres direcciones:

2.2.1. Redacción de textos biográficos sobre el maestro.

Tenemos un ejemplo notable en el relato del enfrentamiento de Amós con el sumo sacerdote de Betel, Amasías (Am 7,10-17); el relato no fue escrito por el profeta, ya que se habla de él en tercera persona. Pero el caso más importante y extenso es el de los capítulos 34-45 de Jeremías, procedan o no de su secretario Baruc.

2.2.2. Reelaboración de antiguos oráculos.

Puede tener lugar en épocas muy distintas, incluso a siglos de distancia del profeta A veces basta un pequeño añadido final para que un antiguo oráculo de condena adquiera un matiz de esperanza y consuelo. Un ejemplo iluminará este procedimiento. Hacia el año 725 a.C., el Reino Norte (Israel) decidió rebelarse contra Asiria. Para Isaías se trata de una locura que costará cara al pueblo. Así lo indica en 28,1-4. La capital del norte, Samaria, es presentada por el profeta como una “corona fastuosa”, una “flor”, “joya del atavío” de los israelitas. Pero las autoridades, insensatas, “hartos de vino”, la están llevando a la ruina. Aunque el texto no habla expresamente de rebeliones ni revueltas, da a entender que el emperador asirio (“un fuerte y robusto”) pondrá término al esplendor de la ciudad: “Con la mano derriba al suelo y con los pies pisotea la corona fastuosa de los ebrios de Efraín”. Así ocurrió. El año 725 fue asediada Samaria, conquistada el 722, deportada el 720. Con ello se ha cumplido la palabra profética. Pero ésta no era la última palabra de Dios, porque El sigue fiel a su pueblo. Y un discípulo añade más tarde los versos 5-6, recogiendo las metáforas de la corona y la joya, aunque dándoles un sentido nuevo.

“Aquel dia será el Señor de los ejércitos corona enjoyada, diadema espléndida para el resto de su pueblo: sentido de justicia para los que se sientan a juzgar, valor para los que rechazan el asalto a las puertas”.

Ahora se dirige a los israelitas del norte una palabra de consuelo. El texto ya no habla de “hartos de vino”, sino de hombres responsables, capaces de juzgar y defender a su pueblo. Y su timbre de gloria no es una ciudad, sino el mismo Señor, “corona enjoyada, diadema espléndida”. En el caso que acabamos de citar, la reelaboración no afecta directamente al texto primitivo. Lo respeta en su literalidad, aunque el añadido modifique o complete su sentido. Lo mismo ocurre en otro ejemplo, el magnífico poema de Is 14,4b-21 sobre la derrota del tirano. Algunos piensan que esta terrible sátira fue escrita contra un rey asirio. Más tarde, cuando este imperio desapareció de la historia, un “discípulo” consideró conveniente actualizar su sentido aplicándolo a los reyes babilonios. Para ello, antes y después del poema sitúa unos versos que aluden claramente a esta nueva potencia (14,3-4a y 14,22-23). Otras veces, la reelaboración se produce introduciendo unas pocas palabras en el texto anterior. Puede tratarse de simples aclaraciones, que orientan al lector. Por ejemplo, en Is 7,7 dice el profeta que Dios hará subir contra Judá “las aguas del Eufrates, torrenciales e impetuosas”. La metáfora era clara para sus contemporáneos. No así siglos más tarde, y un glosador añadió: “El rey de Asiria con todo su ejército”. Así queda claro el sentido de la crecida amenazadora del río Eufrates: no se trata de una catástrofe natural (imposible por otra parte: a los andaluces no puede afectarles una crecida del Ródano), sino de una invasión militar. En otras ocasiones, estos añadidos que se insertan en el texto primitivo tienen una intención más profunda. Citaré como ejemplo el discutido caso de Is 7,15. El profeta, hablando con el rey Acaz, le da el famoso signo del nacimiento del Emmanuel:

14 “Mirad, la joven está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Dios-con-nosotros. 15 Comerá requesón con miel, hasta que aprenda a rechazar el mal y a escoger el bien. 16 Porque antes que aprenda el niño a rechazar el mal y escoger el bien, quedará abandonada la tierra de los dos reyes que te hacen temer” (Is 7,14-16).

Prescindiendo de algunos complejos problemas de traducción en la última frase, hay algo que llama la atención en este texto. Los temas que desarrolla son los siguientes: nacimiento e imposición del nombre (v.14), dieta del niño (v.15), explicación del nombre (v.16). Parece claro que las frases relativas a la dieta del niño (v.15) interrumpe la secuencia lógica y fueron añadidas más tarde. Al menos, así piensan muchos comentaristas. Cuando nos encontramos ante un caso como éste no basta detectar el añadido, es preciso descubrir su sentido. En este ejemplo concreto, parece que pretende subrayar las características portentosas del niño, ya que se alimentará con una dieta paradisíaca. Rastrear las numerosas reelaboraciones del texto es una tarea interminable, que se presta por desgracia a mucho subjetivismo. Es fácil atribuir a un autor posterior lo que en realidad procede del primer profeta.

2.2.3. Creación de nuevos oráculos

Esta tarea fue mucho más frecuente de lo que cabría imaginar. Esta idea era impensable hasta hace pocos años para los católicos. Si al comienzo del libro de Isaías se dice “Visión de Isaías, hijo de Amós, acerca de Judá y de Jerusalén...” (Is 1,1), la consecuencia lógica para nuestros antepasados era que todo el libro, desde el c.1 hasta el 66, procedían del profeta Isaías. Quien lo negase, negaba la verdad de la palabra de Dios. Hoy día vemos las cosas de otra manera. La palabra de Dios es una realidad dinámica, y resulta secundario que todos los textos procedan del profeta Isaías o sólo algunos capítulos. Una obra es importante en sí misma, prescindiendo de quién la haya escrito. Esta labor de creación de nuevos oráculos fue amplia y duradera, extendiéndose hasta poco antes de la redacción definitiva de los libros. Y, como es lógico, muchas veces no tenían relación con el mensaje del profeta al que terminaron siendo atribuidas. Entraban en juego nuevas preocupaciones y problemas, nuevos puntos de vista teológico. Para muchos comentaristas, épocas de especial creatividad fueron el reinado de Josías, la etapa del exilio y los siglos postexílicos. En definitiva, nunca cesaron de aparecer nuevos oráculos que se añadían a los bloques ya existentes.

2.3. La agrupación de colecciones

Junto con las tres tareas anteriores, este grupo se dedica también a coleccionar y ensamblar los oráculos primitivos y los que se han ido añadiendo. Ya vimos que las “colecciones” tienen su origen más probable en los mismos profetas. Se admite generalmente en los casos de Amós, Oseas, Isaías, Jeremías, aunque a veces fuesen muy reducidas. Pero habían crecido mucho en los años siguientes, y el material podía producir a veces una sensación caótica. ¿Cómo agruparlo y ordenarlo? El criterio cronológico no les preocupó demasiado. Es cierto que los primeros capítulos de Isaías (1-5) parecen contener el mensaje de su primera época, y 28-33 el de sus últimos años. Algo parecido podríamos decir de Ez 1-24 (primera etapa del profeta) y 33-48 (segunda). Sin embargo, la excepciones son tantas que más bien debemos rechazar el criterio cronológico. Parece que el orden pretendido por los redactores fue más bien temático y, dentro de éste, una división de acuerdo con el auditorio o los destinatarios. En líneas generales, el resultado fue:

― oráculos de condena dirigidos contra el propio pueblo; ― oráculos de condena dirigidos contra países extranjeros; ― oráculos de salvación para el propio pueblo; ― sección narrativa.

Pero no conviene absolutizar el esquema. Las excepciones superan con mucho a la regla. El libro que mejor se adapta a la estructura propuesta es el de Ezequiel. Bastante el de Jeremías en el orden de los LXX, que es distinto del de la Biblia hebrea. El caso de Isaías y el de otros escritos es más complejo, aunque las ideas anteriores resultan útiles en muchos momentos para comprender su formación. Lo que no conviene olvidar es la importancia capital de los redactores. Su labor no fue mecánica, de simple recogida y acumulación de textos. En algunos casos llevaron a cabo una auténtica labor de filigrana, engarzando los poemas con hilos casi invisibles, que reaparecen a lo largo de toda la obra. Analizar el libro de Isaías desde este punto de vista, como una ópera gigantesca con diversos temas que se entrecruzan y repiten, es un tarea apasionante.

2.4. Los añadidos posteriores

Incluso después de las etapas que hemos reseñado, los libros proféticos siguieron abiertos a retoques, añadidos e inserciones. Tomando como ejemplo el de Isaías, es posible que después de estar estructurado su bloque inicial se añadiesen los cc. 40-66. Para algunos, incluso, lo último en formar parte del libro fue la “Escatología” (cc. 24-27). Este proceso se repite en el libro de Zacarías, donde distinguimos entre “Protozacarías” (cc.1-8) y “Deuterozacarías” (cc.9-14), sin excluir que este último bloque sea obra de distintos autores. Pero podemos asegurar que hacia el año 200 a.C. los libros proféticos estaban ya redactados en la forma en que los poseemos actualmente. Así se deduce de la cita que hace de ellos el Eclesiástico y de las copias encontradas en Qumrán.